viernes, 5 de marzo de 2010

Los paseantes del amanecer

Era una fría mañana de diciembre, y los débiles rayos de sol se filtraban tímidamente por las blancas calles desiertas de la ciudad. Desde la ventana cerrada, Claudia contemplaba, desvelada, la nieve amontonada a los lados del asfalto, y los árboles, con sus vestidos blancos y sus sombreros de hielo, que esperaban estáticos la primavera desde el parque, al otro lado de la calle. A pesar de la enfermiza luz que se percibía, todavía no era completamente de día, y las sombras jugueteaban con la suave luz del sol.
El primer paseante del amanecer entró en escena. Claudia no lo había visto nunca por allí, o al menos no lo recordaba. Era un hombre enorme, de hombros anchos y aspecto intimidatorio. Andaba encogido, como si quisiera volverse más pequeño de lo que era. Vestía una enorme gabardina gris de cuello subido que, junto con un amplio sombrero, le ensombrecía el rostro. Pasó de largo sin más, dejando tras de sí un rastro de huellas enormes.
Cinco minutos después apareció la segunda paseante. Era una chica pequeñita, de pelo corto y ensortijado que asomaba desordenado de un gorro a rallas verdes y naranjas. No era guapa, pero bajo la ropa podía adivinarse una silueta bonita. Avanzó a saltos, cayendo cada pie en una de las profundas huellas del primer paseante. En mitad de la calle se paró, apoyando todo el peso de su cuerpecillo de aspecto frágil en una sola pierna. En esta extraña pose se puso una mano a modo de visera (muy teatralmente, como quien atisba el horizonte en medio de la mar) y miró a su alrededor. Por último, su mirada ascendió por el edificio hasta la última ventana, la de Claudia. Una sonrisilla pícara fue asomando poco a poco en su carita menuda y redondeada, hizo un gesto de saludo al estilo del ejército y continuó con su juego, saltando sobre las pisadas del hombre de gabardina gris. Claudia siguió su recorrido hasta verlo desaparecer tras una esquina.