El viento, león
enardecido, rugía con fuerza en las calles, golpeando ventanas,
puertas y tejados, removiendo hojas y ramas, dejando pequeñas e
imperceptibles lágrimas de lluvia allá donde pisaba. Parecía una
señal de la naturaleza, la voz de un cambio inminente, violento y
furioso. La joven, guarnecida entre sus mantas, no podía sentir su
fuerza en las mejillas, pero no le costaba demasiado imaginarlo.
Tendida en la cama, lo escuchaba en silencio, sus quejas y sus
gritos, expresados con rabia e incluso algo de histeria. Parecía
algo egoísta que se comportara de tal forma, pero no había mucho
que hacer al respecto.
Abrió los ojos. En la
penumbra, apenas podía distinguir unos cuantos bultos, muebles
colocados aquí y allá, un poco de cualquier manera y al mismo
tiempo, parecía, de forma estratégica. Pequeñas gotas de luz se
colaban por su ventana. Era una luz plateada, de cielo encapotado, de
sol al que se le ha prohibido acariciar una piel. Era una luz triste,
pensaba ella, acompañada, junto con el viento, de aquellas lágrimas
de lluvia, todo un conjunto de efectos que parecían expresar un
profundo dolor. Pero la joven no entendía a qué se debía aquel
llanto.
Cerró los ojos un
momento, aún adormilada, y volvió a abrirlos. Por lo demás, no se
movió ni un milímetro. Parecía, incluso, que no respirara. Tenía
una sensación extraña, una suerte de opresión en el pecho y
tirantez en el estómago, un nerviosismo insólito que no tenía
razón ni sentido, pero que no podía evitar. Pensó en volver a
cerrar los ojos, en darse media vuelta y seguir durmiendo, en
recuperar lo que había perdido. Pero no lo hizo, porque, comprendió,
ya no podría recuperarlo. Permaneció, pues, tal como estaba,
inmóvil y en tensión, como quien se prepara para un peligro que, si
bien no puede percibir, sabe que atacará en cualquier momento. Sin
embargo, a excepción del frustrado viento de las calles, todo estaba
tranquilo.
Había tenido un sueño,
y había sido un sueño extraño. En el sueño ella era hermosa,
suave y delicada, elegante, como un hada o una elfa. Se sentía la
reina del mundo. En el sueño, al sol se le permitía acariciarle las
mejillas, y el viento no era más que un suave céfiro juguetón, una
dulce brisilla que removía sus cabellos. Y ella relucía como una
estrella. Y el mundo era suyo, acomodado a sus necesidades y
caprichos, rendido a sus pies. Y se sentía poderosa como una
hechicera, como una reina.
Las comisuras de sus
labios se elevaron un momento, en una minúscula sonrisa. Tal vez, en
la euforia de su recuerdo, estaba exagerando las cosas. Había algo
en aquel mundo que, si bien como el resto estaba a su servicio,
también estaba, de alguna forma, a su mismo nivel. Una persona por
la que vivir todo aquello había merecido la pena, aquel al que ella
quería recuperar.
Cuando había comenzado
el sueño, se había sentido perdida, torpe. No obstante, había
sabido mantener su sonrisa, tal vez porque algo le decía lo que
vendría luego. Había sido capaz de ascender hasta la cúpula
celeste, aunque tan solo hubiera sido un instante. A su vuelta a
tierra, algo había cambiado. Podía sentirlo en el sol, en la luz y
en el aire. A su vuelta a tierra, él había aparecido, un hombre con
tacto de nube y olor a vapor cálido. No era, sin embargo, una figura
etérea, sino alguien perfectamente sólido, alguien que podía tocar
y ser tocado, que había acariciado su mejilla con más cuidado que
el sol y que la había arropado entre sus brazos con la firmeza de la
tierra, susurrándole que no se fuera, que dónde había estado, que
él la seguiría por siempre. Y se había sentido única, especial,
maravillosa, capaz de hacer feliz al mundo, de pintarlo con colores
nunca vistos y perfumarlo con esencias desconocidas.
Después, el sueño
había terminado, ella se había desvanecido sin más y la oscuridad
fría y pegajosa de su habitación la había envuelto con divertida
malicia. Se resistió un rato más antes de aceptar aquella realidad
aplastante y abrumadora, mientras el viento golpeaba su ventana cada
vez con más fuerza. La llamaba, y ella debía responder. Finalmente,
reconstruidas sus dos cárceles, la externa que la acosaba y la
interna que la protegía, se incorporó y apartó las sábanas. Una
vez más, estaba preparada para arrostrar su vida.
En algún rincón del
mundo, alguien se despertó con un estremecimiento. Alguien que había
soñado con ella.
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