jueves, 29 de diciembre de 2011

La traición de uno mismo

Sientes un nudo en el estómago y te pican los ojos. Sabes que pestañear sería suficiente para inundarlos, pero prefieres sentirlos insoportablemente secos antes que caer en semejante humillación. Al menos, el picor te ayuda a distraerte. Es mejor que el bombardeo de tu cabeza, eso desde luego.
La miras fijamente. Su cara es redonda, de nariz y boca pequeñas, en contraste con sus enormes ojos redondos, de niña inocente y buena. Su mirada brilla, y sus cejas parecen bailar un compás que oscila entre la sorpresa y la pena. Porque las palabras que tiene en mente, y que escupirá, son lo último que tú querrías oír.
Pero ella habla.
Y tu estúpida y fea cara se mantiene exactamente igual que antes de oírlo, porque no tienes fuerzas para acabar con la parálisis que te agarrota. Toda la fuerza la concentras en no parpadear. No parpadees. No parpadees. No parpadees.
Pero por dentro te mueres. El bombardeo anterior, de pronto, parece del volumen del zumbar de un mosquito en comparación con lo que sientes en tu cabeza ahora. Te sientes atravesado por mil cuchillos afilados, helado hasta sentir erizarse tu piel, ardiendo hasta casi poder atisbar el rojo intenso que baña tu rostro. Y caes.
Estabas en la llanura, extendiste la mano para tomar la suya, y desataste todas las fuerzas de la tierra. De pronto, sus cálidos ojos eran fríos, su amable sonrisa era cínica, su suave piel venenosa. Surgieron alas de su espalda y voló alto, lejos de ti, mientras el suelo se desmoronaba bajo tus pies y te sentías caer al vacío, observado por esa mezcla de pena y sorpresa que tú sólo podías traducir en burla.

Pero tranquilo. Volverás a levantarte. La traidora y falsa esperanza permanecerá a tu lado para siempre.

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